jueves, 8 de marzo de 2012

Un salto a lo desconocido

Por. Hugo León Zapata Cano
Hugo León Zapata Cano



No hay vanidad humana en este acontecimiento, fue más bien el no tener apreciación exacta de los hechos, o bien, inspiración divina que me motivó a hacer lo más conveniente y cantarle al viento y a la esperanza.
Amaneció temprano, era  una mañana fresca, placentera que invitaba a saborearla y deleitarnos con su romántico y hermoso amanecer.
En ese entonces por los años 38, más o menos, la juventud y nata veneciana, no eran tan fogosos,  pero eso si más consiente, todavía hijos de familia, aun se dejaban regañar.  Era un primero de  Enero, los guayabos se manejaban con sobriedad y decencia, la muchachada era  menos alborotada.
Muy temprano, ese día,  nos reunimos un grupo de muchachos del pueblo, algunos mayores de 18  años, hijos de familias nobles (las de entonces) y yo de unos 14 años. Algunos estudiantes, trabajadores  oficiales, hasta desocupados(los patos del pueblo). Un grupo bien homogéneo, todos alegres, entusiastas con deseos de nuevas experiencias y descubrir lo desconocido, escudriñar  como sea y donde sea. Así que se propusieron explorar el salto de la Sinifaná, cerca de la estación del tren: Puente Venecia.
Se acordó reunirse a las  7  de la mañana en la esquina del parque Tomás Chaverra. Conocido después como parque de los mártires con los bustos de Gaitan y Rafael Uribe Uribe
 El grupo había  conseguido un guía, que  vivía por esos lares. El jefe mayor  era Aquilino Ochoa, el más maduro y experimentado de esa partida de aventureros. Electricista, mecánico, todero de fina estampa, conocedor de ardides y pormenores, era el clásico Macgiver (íbamos sobrados).Venecia era por entonces  un pueblo joven, progresista, que por designios de la violencia, los forjadores del progreso tuvieron que abandonar sus puestos y lares, quedando a la merced del tiempo y el olvido (mal general de la bendita época). No dejó de haber un profesor que lo carcomió esa política infame hasta convertirse en el depravador a órdenes del detestable  y  retrogrado  gobierno. Y esa ciudad turística e industrial que era autosuficiente, perdió su encanto y empuje avasallador. De esa ciudad bonita no queda nada, sino los buenos recuerdos, pues los malos se los regalé al diablo. Cada uno de los aguerridos muchachos llevaba su respectivo fiambre en hojas de bihao; no  dejó de haber quien llevara jugo de naranja para pasar el huevo crudo que habrá de darle la fuerza de arranque y valor. Todos llevaban sus sombrero, peinilla y poncho, también, el susodicho carriel envigadeño.
La partida se hizo a la hora convenida de hecho sin bombos ni platillos. La mañana fresca con vientos suaves y acariciadores nos acompañó. Chistes, bromas y canciones; que alegres iban los muchachos. El camino era de 6 o 7 kilómetros, empedrado a ratos y tierra el resto. A eso de un Kilómetro del pueblo, en la finca La Antigua, encontramos, en un montículo, hoyos de uno a dos metros de profundidad, producto de los guaqueros, buscando entierros indígenas,  no se sabe que encontraron, el caso es que a los  muchos años, haciendo una planada para una casa, un buldocero  encontró algo muy grande y costoso, pues tomó las de Villadiego  sin que nadie se diera cuenta. Por  el mismo sitio a una cuadra del camino estaban las famosas cuevas de Santa Inés, escondidas por una gran piedra. La entrada de las cuevas rebajaba de altura  a medida que se adentraba; seguía un pequeño lago frio y lleno de larvas, y del techo pendían estelactitas blancas de  carácter arsenical. Las vacas que por encima pastaban abortaba sus crías casi de inmediato, igual le ocurrió accidentalmente a una señora testaruda e incrédula, su buen susto pasó por sopera.  El sabor de la roca era salado y  purgante a pequeñas dosis y se sentia caliente al tacto. Dicen los lugareños  que los Viernes Santos sale una gallina de oro con sus pollitos.
La marcha continuó por entre cafetales, cañaduzales, plantíos y malezas, los aromas del campo y los árboles en flor, el alegre trinar de los pajaritos y el suave y lento volar de los gallinazos que aprovechaban los vacios del espacio para hacer sus alegres vuelos sin tener que aletear.  Pasamos por las veredas Palmichal y Palenque, para caer entonces  al cañón de la Sinifaná. Emprendimos el pendiente y cansón descenso, hasta llegar al puente; el guía nos indicó la ruta, vayan hacia arriba. Cogimos la orilla derecha de la torrentosa corriente; unas cuadras adelante empezamos a percibir el murmullo de las aguas al estrellarse furiosas contra las rocas. De frente encontramos un recodo de peña que desviaba la corriente; la orilla aquí terminaba y la quebrada se encajonaba; para poder continuar tuvimos que saltar hacia abajo, a la otra orilla, sobre la corriente. Allí estaba la tan esperada cascada, 20 o 30 metros de altura, en donde el agua tumultuosa se lanzaba al espacio, entrelazándose formando trenzas multicolores al acariciarlas los rayos del sol .Al estrellarse las aguas sobre las rocas nos gritaban en su ensordecedor llanto: aquí estoy, no soy una leyenda, cántale al viento, llévame en tu recuerdo. Qué hermoso espectáculo, eso esperábamos, que belleza que la madre naturaleza nos brindaba; la misteriosa leyenda ya no lo era. Cumplido nuestro propósito, a descansar muchachos; pero ya es justo almorzar. Nuestra aventura había terminado; eso creía el Burro. Le pedimos permiso a la cascada y sacamos nuestros comicios.  
Descansando estábamos, cuando de cómo salidas de la nada, atraídas por el olor de la comida y migajas sobre las piedras, un enjambre, de aquellas llamadas hormigas cachonas, se nos abalanzó, rápidamente, a sombrerazos matamos unas cuantas, pero tantas eran que no teníamos más que hacer sino dejarles el campo libre. ¿Qué hacer?, claro huir, pero por donde, retroceder imposible, pues tendríamos que saltar hacia arriba con peligro de caernos al torrente.
Al mirarnos en el agua, con su movimiento, nos hacían muecas de terror y miedo. A nuestras espaldas estaba la roca sólida mirando al infinito cielo, 20 o 30 metros (kilómetros arriba). Muchachos hacia arriba. Cogimos nuestros chiros y empezamos a escalar aprovechando las huellas que el agua de lluvias había dejado a su paso. Cada vez el ascenso se iba dificultando hasta casi lo imposible para esa brava muchachada. Un resbalón y adiós vida mía. Abajo el vacio, profundo que nos atraía, que nos llamaba inmisericorde, burlándose de nosotros, pobres mortales Para poder subir y aferrarme a la roca, tuve que quitarme los zapatos, que en una de esas, zas al  fondo fueron a dar. Unos seguían empujando y otros tirando. Llegó un momento en que la subida se dificultaba más y más. Los de abajo empujaban  y los de arriba jalaban.  Todos desesperados, no faltaba quien llorara. Gritaban o rezaban En uno de esos momentos de angustia se me ocurrió ponerme a cantar: Rumbo a Siberia mañana saldrá la  caravana, pienso en Moscú mi Olga tal vez a otro amor se entregó., y así  seguí cantando y cantando destempladamente. El miedo se me fue esfumando. Un bejuco cayó del cielo. Aquilino logró alcanzar la cima, por donde pasaba la carrilera del tren. Presurosos fuimos trepando uno a uno hasta llegar arriba y entonces metimos nuestros pies en un hilo de agua, que por allí pasaba, antes de lanzarse al vacio para confundirse en las aguas profundas de la Sinifaná.
Qué bien nos cayó ese bendito baño de pies, bendita agua caída del cielo. Pero yo sin zapatos y lejos de la casa; a pie limpio imposible marchar, mis delicados pies no lo resistirían. Ojo avizor. Gustavo ¿vos traes carriel?, me vas a tener que regalar uno de sus bolsillos para hacer unas alpargatas. Claro hombre, ni que fuéramos enemigos, tomálos pues. Por la noche al pueblo regresamos; de la mente se me fue, no sé si por el mismo camino o montando en tren hasta San Julian. El caso  fue que en Venecia  amanecí henchido de gloria y valor. Que delicia poder estirar las zancas. Por ahora nanay cucas, no mas aventuras.
Una aventura más, un susto más, una experiencia más. Para no olvidar,  lo contento y lo asustadizo que es  este género humano tan voluble casi incapaz de dominar los  gajes que a diario se encuentra. Nos falta templanza y corazón.
De todas maneras aquí estamos vivitos y coleando, esperando lo mejor que escojamos pues somos dueños de nuestro destino.
  
Hugo L. Zapata C.

2 comentarios:

  1. Huguito quien en esas circunstancias es capaz de ponerse a cantar: " ....no cantes hermano no cantes.... que Moscú está cubierto de nieve...." no le falta ni templanza ni corazón.
    Bella crónica, bien escrita, transmite. Con usted
    subí por la pendiente
    saludos
    Yolanda

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  2. Hugo, recordar es vivir, dicen. ¡Que tiempos aquellos! Me gustò tu escrito,hay emociòn,paisaje, suspenso, añoranza y està escrito en forma amena. Felicitaciones y sigue asì. Alvaro J.

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